España y Gran Bretaña no
sacan los cañones, pero el tono sube entre dos países miembros de la Unión
Europea en la disputa de Gibraltar.
Ese trozo de piedra de 6km2
y 30 000 habitantes, se convirtió en territorio británico en el tratado
de Utrecht al mismo tiempo que ponía fin a la guerra de Sucesión en España en 1713.
España perdía, así, todas
sus posesiones europeas, el Rey de Francia Luis XIV instalaba su nieto Philippe
en el trono de España.
Inglaterra recibía, además
de Gibraltar, Menorca. La isla Balear regresó a dominio español, pero Gibraltar
sigue siendo territorio británico.
Londres se agarra a la
roca en nombre de la historia y de la autodeterminación de los pueblos. Los
gibraltareños, en 2002, votaron a 99% quedar con la corona inglesa. España
reivindica el peñón en nombre de la integridad territorial y las dos capitales se
lanzan acusaciones regularmente en nombre del peñón.
La última disputa estalló
este verano al lanzar los británicos unos 70 bloques de cemento, según Londres,
para regenerar la vida marina, pero que tiene por efecto impedir el acceso a la
zona de pesca a los barcos españoles.
El Gobierno español
protesta diciendo que las aguas territoriales no estaban incluidas en el
tratado de Utrecht y reacciona realizando controles quisquillosos en la
frontera con Gibraltar, invocando el espacio Schengen, del que ni Gran Bretaña
ni Gibraltar hacen parte.
Los dos Gobiernos lanzan
amenazas y para añadir un toque de dramatismo, navíos ingleses llegan a aguas
del peñón para realizar maniobras militares.
Esta disputa entre
europeos por un trozo de piedra es vieja y surrealista. Es cierto que Gibraltar
tiene una situación estratégica a las puertas de África, pero deberíamos
esperar mucho más de dos países Europeos que tendrían que apostar por proyectos
a la altura de este siglo y cesar las disputas de otros tiempos para dar a este
pedrusco la importancia estratégica que tiene, no solo para Madrid y Londres,
también para toda Europa.